viernes, 22 de enero de 2016

La distorsión de la conciencia


Estaba escribiendo otro  blog pero escuché en la radio una noticia que me hizo cambiar de tema.  Está a punto de aprobarse el protocolo que se deberá seguir en la ciudad en la que vivo en aquellos días en que la contaminación aumente a escenarios peligrosos.  El plan tiene cuatro fases e incluye reducciones de la velocidad, prohibir el aparcamiento de coches en las zonas del centro, aplicar días de pico y placa ambiental, y, finalmente, prohibir la circulación de vehículos si los niveles rebasan los límites considerados permisibles.  Todo ello bueno y en todo ello de acuerdo.

El remezón vino con la segunda parte de la noticia.  El ayuntamiento se encuentra en conversaciones para que en el Metro, que es un servicio público y de propiedad pública, en los días en que haya restricciones no se cobre el transporte, o, dijeron, al menos no en las horas pico.

¿De manera que para proteger el medio ambiente, es decir, para evitar que en el aire que respiramos haya menos gases nocivos, menos venenos que a la larga repercutirán en la salud y en la vida de cada uno de los que habitamos en esta ciudad, tenemos que pagarle a la gente para que tome consciencia de ello?

¿Por qué? ¿Cuál sería la razón? ¿Suplirles la incomodidad que significa que dejen su coche parqueado por un día y recurran a un trasporte público? ¿Recompensarles porque la medida se tomó para su cuidado? ¿Aminorar el impacto que causa sentir que no se está detrás de un volante?

Esto es lo que yo llamo la distorsión de la consciencia a cambio de un falso bienestar. Distorsión, porque que lo debería ser una reacción espontánea de seres conscientes de sí mismos y del entorno, que es la autoprotección, para la preservación de la especie y del planeta, es bloqueada y forzada sólo a reaccionar mediante estímulos:  pasajes gratuitos en este caso. Y falso bienestar porque esta es una ciudad dotada de un sistema de transporte público eficiente, asequible y al servicio de todos.  A esto se conoce como bienestar.   Lo otro, insistir en sacar el coche, aunque con ello se aumenten los niveles tóxicos en el ambiente es un falso bienestar, además de un acto suicida, así no se vea el cadáver. 

jueves, 14 de enero de 2016

Se llamaba Carmen


No la vi muchas veces, porque era amiga de mi mamá y no mía, pero sus recuerdos permean mi vida desde la temprana infancia hasta ahora, cuando las sienes empiezan a platearse.  En sus inicios debieron ser amigas de barrio y de costura, porque mi mamá cosía, pero muy pronto, todavía no abandonábamos la infancia, ella se fue a vivir en uno de los extremos occidentales donde la Bogotá de lo sesenta se expandía.  Así que cada visita a su casa se convertía para nosotros en paseo de día entero.  Salíamos temprano y volvíamos al caer la tarde.  Debía sucederle a ella algo similar porque durante los decenios que duró la amistad de estas dos mujeres fueron más las charlas telefónicas que las presenciales. 

En sus llamadas debían ponerse al día de la vida de la una y de la otra, y también de la de sus hijos, porque crecí, pasé la juventud y llegué a la adultez con la sensación de que era una persona cercana, aunque nunca la veía.  Lo mismo me pasaba en lo relacionado con su familia y con sus hijos. Y pienso que lo que sucedía en nuestra familia, pasaba en la de ella.  Carmen estaba ahí porque era la amiga de mi mamá. Arcenia debía estar allá, porque era la amiga de la mamá.

La primera que abandonó su larga amistad fue mi mamá, que murió hace ya casi tres años.  Carmen, a quien no veía desde hacia muchos, muchos años, quizá decenios, y cuya salud también se deterioraba, se acercó a la funeraria a saludarnos y a despedir a la amiga.  Me pareció la mujer de siempre, discreta, de pocas palabras, y al mismo tiempo, afable y con una sonrisa tenue, siempre a punto de dibujarse, sin terminar de hacerlo. 

Recuperé esa última imagen que tuve de ella el pasado Día de Reyes cuando recibí un mensaje de mi hermana que me contaba que Carmen había muerto y ese era el día de su funeral.  Sentí, otra vez, su presencia tranquila, siempre presente a través de los años, aunque no la viéramos, gracias a una magia incomparable: la de la amistad.  Esas dos mujeres habían logrado que sus hijos participaran de lo que era de ellas y sólo ellas habían construido.  Un hilo fino que nos vinculaba con afectos sólo conocidos por quienes los han vivido.   Y también pensé en la muerte que se lo lleva todo. Despedir a Carmen fue volver  a despedirme de mi mamá.  Tal vez, despedir a mi mamá fue para sus hijos, empezar a despedir a la suya.