Ríos de tinta han corrido defendiendo el sí y el no
para la paz, pero son de tinta y no de sangre. Cuánto dolor y cuánta muerte nos
habríamos ahorrado los colombianos si los cambios que el país necesita los
hubiésemos buscado por la vía de la palabra, el debate y el pensamiento, y no
por las armas. Cuántas muertes menos si en vez de empecinarnos en la guerra
hubiéramos optado por buscar salidas dialogadas como esta que está llegando a
buen término con la firma del acuerdo ayer en Cartagena, porque aún le falta
arribar al último puerto: la voluntad de que queremos vivir en paz, expresada en las urnas en el
plebiscito del próximo domingo.
Y conjugo en plural, y me incluyo en los unos y
en los otros, aunque nunca empuñé un arma distinta a la máquina de escribir
para buscar el país que llevo soñando toda la vida. Me incluyo porque esa
guerra que se ha librado en los campos y en los montes, en las selvas y en las carreteras,
en las poblaciones alejadas y en las cercanas, en los extramuros de las
ciudades y en sus calles, en su cordones de marginalidad y en sus clubes, me ha
tocado como ha tocado a los cuarenta y ocho millones de personas que habitamos
el país. A cientos de miles de ellos como víctimas directas e indirectas y a
millones, que somos más, como espectadores tímidos y asustados, con el miedo
atenazándonos el alma, preguntándonos cuándo nos iban a llamar al frente para
asignarnos un papel de primera fila que pagaríamos con la vida, la propia o la
de los nuestros.
Mientras estos escenarios se desenvolvían frente
a nuestros ojos, con la mirada velada para no verlos bien, porque imposible
soportar tanta muerte junta, tantos desaparecidos, tantos desplazados de sus
tierras, de su casa, de su parentela, se nos iban cambiando los sueños y distorsionando
los deseos. Matar se convirtió en
un verbo fácil. No son pocos los
testimonios que he recogido de niños que quisieron ser grandes para matar a
quienes les hicieron huérfanos, y esos perpetradores de la muerte eran de todos
los espectros con lo cual lo único que se avizoraba hacia el futuro era una
matazón todavía más grande. Matar
que es también vengar y odiar y vivir envenenado.
Y ahora, luego de un proceso intrincado, largo,
que muchas veces sentimos haciendo aguas y otras estancado, tenemos, en virtud
de un plebiscito pactado como parte de este acuerdo final, la posibilidad única
de decidir si queremos vivir en paz o si elegimos la guerra. Si le ponemos
punto final al desangre ocasionado por el enfrentamiento con las Farc (queda
aún el ELN) o si nos empecinamos en la muerte. Una opción que siendo de vida, y la vida es vital, puesto que
es lo único que de verdad tenemos, sería para cualquier pueblo sumergido en la
devastación motivo de alegría y de celebración. Pero en Colombia no.
Leo en las encuestas que aún hoy, a cinco días
del plebiscito, de cada cien personas con posibilidad de elegir hay treinta y
siete que le dicen no al proceso.
Treinta y siete que confirman lo que escribía dos párrafos adelante.
Este medio siglo nos ha distorsionado los sueños y los deseos. Nos ha puesto a
soñar con muertos y a querer vivir en medio de la muerte, nos ha esculpido
adentro que la ley es la del talión, que los ojos se pagan con los ojos, y los
dientes con los dientes; nos ha hecho creer que son mejores los ríos de sangre
que los de tinta y que es mucho mejor si esa sangre derramada es la de los
otros y no la propia. Un país
macabro que quiere anteponerse al de la vida. Ojalá ese país empiece a desvanecerse el próximo domingo.