martes, 15 de noviembre de 2016

Rasgando velos


“El corazón del hombre es perverso, ¿quién podrá comprenderlo?”, con este epígrafe del profeta Jeremías empezó Truman Capote su hasta hace poco tiempo conocida como su primera novela: Otras voces, otros ámbitos. ¿Y quién mejor que un autor estadounidense para comenzar un artículo sobre las elecciones del martes ocho en Estados Unidos que tienen al mundo haciendo cábalas y a los estadounidenses divididos?

Capote no estaba hablando de política cuando escribió su novela.  Su historia es la de un adolescente que, enviado al sur profundo, descubre su identidad homosexual; pero la inescrutabilidad de los deseos humanos y la existencia de ámbitos y de voces que subyacen escondidos, y que siempre es posible traer a la luz, son dos buenos elementos para analizar la coyuntura que enfrenta la que sigue siendo considerada la primera nación del mundo.

Y es que en las elecciones del martes ocho hay dos componentes esenciales al abordar el análisis.  De un lado, el ahora presidente Donald Trump, que durante su campaña encarnó todo lo bajo y rastrero que se lleva dentro y que proclamó, cobijado por la sombra de su multimillonaria fortuna.  “El que tiene plata marranea” dice un adagio popular en Colombia y no hay que extenderse mucho para saber que esto fue lo que hizo Trump: despreció a las mujeres, se regodeó en que había evadido impuestos, alardeó de que podía matar a alguien en plena Quinta Avenida y aún así ser elegido, insultó y amenazó en público a su oponente, exarcerbó la xenofobia contra los musulmanes y los latinos, en especial los mexicanos, y calumnió a Obama, para no continuar la lista que es larga.

El tenor de su ignorancia, sí, ignorante, porque tres mil millones de dólares no la borran, se hizo evidente con negaciones como la del cambio climático, promesas contra instituciones que el país que ahora va a liderar ha abanderado y soluciones de encierro económico en un mundo donde los Estados Unidos han sido los primeros impulsores de los tratados de libre comercio. 

Tanta es su capacidad de insulto y de negación que los analistas y los medios han llegado a presentarlo como el candidato antisistema, en una equivocación rotunda.  Trump no pertenecía a la clase política –ahora sí – pero tiene un lugar predominante en el corazón del sistema, el mismo del que se ha lucrado.  Por eso, tal vez lo único bueno del resultado de estas elecciones es que ha caído la venda de los ojos y ha quedado claro que el sistema económico –con todo su poder financiero– y los gobiernos son lo mismo, desde hace mucho tiempo.  Trump es la cara que hace visible lo que estaba oculto.

Pero, tanto como ocuparse de Trump, es necesario pensar en aquellos que lo han aupado al poder.  Fenómenos de este 2016 como la elección de Trump o la salida del Reino Unido de Europa revelan que algo está fallando.   No es la civilización la que se impone con sus valores de libertad, justicia, respeto, igualdad, inclusión, sino un aspecto regresivo, primitivo, tribal, impulsado, de manera paradójica,  por la globalización de los mercados que se da a la par con lo que podríamos llamar el racionamiento del pan:  La precarización de las condiciones de vida en los países desarrollados –porque en los emergentes y en los pobres ni siquiera se ha llegado a que haya pan para todos–, y la disminución de los derechos.

Síntomas que se agudizan con la exposición constante de la población a la oferta de paraísos artificiales de consumo, la promesa de vidas fáciles situadas al alcance de los ojos en imágenes publicitarias que se derraman a raudales y la creación de necesidades voraces que no se sacian, pero que sí necesitan proteger de aquellos que consideran que les van a rapar sus privilegios. 

Un retroceso en la llamada sociedad de bienestar en la que no hay nada más
mísero que recurrir a lo básico del ser humano, que fue lo que hicieron los políticos del Brexit y también Trump en los Estados Unidos.  Hablarle a aquel cerebro donde está la información del ser más primitivo que se lleva dentro: el de la territorialidad, el salvaje que defiende sus espacios de la agresión de tribus desconocidas porque no ha podido reconocer al otro como a su igual, y tampoco ir lo suficientemente lejos para saber que más allá de sus límites existen otros mundos, que pueden ser tan ricos y generosos como el suyo propio. Y nada más primitivo y límbico que darse golpes en el pecho para celebrar la muerte del contrario, la preservación del espacio propio y las audacias del jefe de la tribu. Una ceguera entendible en los inicios de la humanidad, pero no en el ahora de esta aldea que llamamos tierra.

Salva de este corazón oscuro, saber que al mismo tiempo existen aquellos –que también se cuentan por millones– que están convencidos de que esta civilización sí tiene una oportunidad sobre la tierra y se empeñan a diario en usar su pensamiento, el arma más poderosa que tenemos los humanos, para construir soluciones a las desigualdades de todo género, encontrar formas racionales de explotar la tierra y sus recursos en beneficio de la humanidad –y no de unos pocos– instaurar la justicia y soñar en un mundo en el que impere la equidad.

Son otras voces que nos hablan de otros ámbitos. Ojalá se impongan aquellos en los que florece la bondad del corazón humano, aunque no lo haya escrito el profeta Jeremías.