viernes, 27 de enero de 2017

Siete días de maldad

¿Es descifrable el mal? … Donald Trump cumple hoy una semana en la presidencia de los Estados Unidos, siete días en los que se ha portado como un pirómano al que le dan un galón de gasolina y se divierte regándola donde más fuego pueda producir.

Suelta que Japón debería aumentar su potencia atómica para defenderse de Corea del Norte, aprueba la construcción de un muro en la frontera con México, llama al primer ministro Israelí para advertirle sobre el peligro de Irán y su supuesto antisemitismo, reafirma que trasladará la embajada de Estados Unidos a Jerusalem y defiende la tortura.

Su lenguaje no es menos incendiario que sus hechos.  Afirma que luchan contra “ratas enfermizas”, que las intenciones de algunos de sus visitantes son “diabólicas” y apela al “pueblo” y al “patriotismo” para salvarse del “desastre”.

Ciento sesenta y ocho horas suficientes para que el boletín de científicos atómicos publique que, con la llegada de este hombre al poder, el reloj del fin del mundo se adelantó treinta segundos, de manera que sólo estamos a dos minutos y medio de una explosión que acabe con la raza humana.

Intento descifrar lo que está pasando.  Leo análisis de hechos puntuales y en general observo una gran confusión.  Más allá de lo inmediato no encuentro planteamientos de escenarios futuros.  Nos queda entonces la historia para saber a qué podemos atenernos, la filosofía y el planteamiento del mal para ubicar a un tipo como este y la imaginación para encontrar salidas.

No es necesario ir siquiera un siglo atrás para encontrarse con Adolf Hitler, otra encarnación del mal como Donald Trump. Y Hitler es un espejo que, reflejando el pasado, puede usarse para mirar este presente. 

El hombre del bigotito asumió el poder en los años treinta en un momento en que había una gran depresión económica, encontró una masa ávida de promesas de mejores tiempos, creó un estado totalitario, enarboló la pureza de la raza aria, se rodeó de mentes criminales, ideó un aparato de propaganda e ideologización que uniformó y desvirtuó las conciencias de sus ciudadanos permitiéndole emprender un genocidio y  lanzar a su propio país a una guerra en la que murieron cerca de cincuenta millones de personas.

El hombre del copete amarillo asume la presidencia de su país en medio de otra depresión económica, lo votan sesenta y dos millones de estadounidenses ávidos de promesas de mejores tiempos, se rodea de hombres de negocios, con el corazón puesto en el mismo capital donde palpita el de él, lanza fuego aquí y allá, sin detenerse a medir consecuencias, y señala enemigos para despertar miedos: los inmigrantes, los musulmanes, el idioma español, México, Irán, Corea del Norte…

Sus ínfulas se parapetan en un lenguaje que apela a los sentimientos antes que a las ideas, sin que le falte su Gobbels: Conway, que creó la falacia de los “hechos alternativos” para hablar de “verdades” que corresponden a sus deseos, y no a la realidad.  Tampoco esto es nuevo, el truco lo descifró en su libro La lengua del Tercer Reinch, Víctor Klemperer, un filólogo judío que sobrevivió al genocidio: “El nazismo se introducía en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente”.

¿No es acaso a lo que aspira Trump con sus Twits y sus declaraciones provocadoras, reiteradas en cuanto medio se abre, se ve, se escucha o se lee?... Que sus ciudadanos se conviertan en cazadores de las “ratas enfermizas” y, armados, disparen en la frontera contra quienes osen pasarla, que tengan tanto miedo que piensen que sólo él puede salvarlos de los “diabólicos” que los amenazan, que los organismos internacionales que mal funcionan pero garantizan un cierto orden desaparezcan, que sucumba el actual sistema imperfecto para que al final él solo pueda gobernar desde su torre, no ya desde la Casa Blanca, un mundo devastado.

Porque la cuestión con Trump no es la economía, ni la geopolítica, que era a lo que se había jugado hasta el momento con los otros gobiernos estadounidenses. No, la cuestión con él es el problema del mal.  El mismo que se vivió con Hitler sin que hasta ahora hayamos podido explicarnos cómo fue que sucedió. Por algo, el escritor Norman Mailer en El guardián del bosque, la biografía novelada de la niñez de este genio del mal, eligió como la voz narradora a un demonio que siguiendo las órdenes de su jefe mayor acompañó e indujo los pasos del pequeño Adolf.

Mientras nos organizamos, mientras le damos forma a cómo y desde dónde vamos a responder a esta embestida del mal que se llama Donald Trump recuerdo otras palabras de Klemperer: “El lenguaje no solo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él”.  Son tiempos para ejercitar la lucidez.


martes, 17 de enero de 2017

Érase una vez un mundo…

Hubo una vez, unos años, algunas décadas en las que se impuso el sueño de un mundo en el que se vivía en paz con una casa a la cual llegar, brazos que se extendían para ser recibido, lugares conocidos por los cuales transitar y vecinos, amigos y sociedades donde pasaban cosas terribles, pero no espantosas.

Sucedió después de la segunda guerra mundial y aunque a continuación empezó la guerra fría, está era, para millones y millones, la confrontación entre dos grandes potencias que se llevaba a la pantalla con temas de espías y amenazas nucleares, pero nunca hasta pensar que se podía ser alcanzado por sus consecuencias reales.

Por supuesto que esto sucedía en el cine, porque en el mundo real esta confrontación sí se llevaba vidas entre sus brazos y países sometidos a doctrinas de seguridad del estado, torturas y desapariciones; pero aún así, el mundo parecía seguro.

Los que vivíamos en los países donde se medían las fuerzas estábamos convencidos de que un día el mundo mejoraría y todo eso pasaría. Para eso luchábamos y nos empeñábamos.  Los que vivían en esa parte del mundo que ya había alcanzado el bienestar pensaban que eran invulnerables. Nada podía cambiar lo que habían logrado. Sus gobernantes se empeñaban en guerras y conquistas de mercados, que es como se coloniza ahora, pero eso pasaba en otros lares.

Pero llegó un día, como en los cuentos infantiles, un día en que el sueño se rompió.  Ese día el mundo ya era una aldea global donde lo que sucedía en un lado del hemisferio se conocía inmediatamente, por la magia de los medios, al otro lado. Era mañana para algunos, mediodía para otros y noche en el otro medio mundo cuando el transcurrir cotidiano con todo lo que contiene esta palabra se interrumpió con la imagen de un avión estrellándose contra una gran torre en la ciudad de los rascacielos. 

Los que vimos la primera imagen, emitida casi inmediatamente, y que debimos ser miles contados en millones, pudimos haber tenido el mismo pensamiento: un piloto con problemas en su aeronave, pero, a continuación, cuando vimos al segundo avión estrellarse contra la otra torre, por algo las llamaban gemelas, supimos que algo estaba pasando y que no era bueno.

Han pasado un poco más tres lustros desde ese martes. Cinco mil seiscientos días  en los que el sueño de un lugar seguro en el mundo quedó despedazado, de todas las maneras. 

No se trata solamente de las cientos de muertes provocadas por toda clase de explosiones, en sitios cotidianos y tranquilos, en  países del primer mundo, pero también del segundo y del tercero, (aunque parece que los que duelen y por los que reclaman son únicamente por los muertos del primero) sino la sensación profunda de inseguridad, sembrada en el fanatismo religioso, el renacimientos de las ultraderechas y el populismo, la elección de individuos peligrosos como mandatarios, el retroceso y corrupción de las clases políticas, el detrimento de los derechos sociales y políticos acabados antes de que los disfruten en equidad todos los habitantes del planeta– y el imperio del capital por encima de la dignidad humana y de la supervivencia misma de la tierra. 


Érase una vez un mundo al que llegó una sombra negra para cubrirlo… Y, como en los cuentos, espero que seamos millones los que empeñemos cada día nuestra vida, inteligencia y recursos para que la sombra se disipe y, al hacerlo, permita ver una tierra verde y nueva, renacida de sus cenizas, porque si no pasa así, no habrá quien la vea.